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María José Larrondo Pulgar

Valparaíso en peligro, entre la velocidad del sueño y la realidad.

Por: María José Larrondo Pulgar

Décadas atrás, el patrimonio declarado respondía muchas veces a la inminente pérdida: una reacción urgente de reconocimiento de valores para monumentalizar aquello que estaba a punto de desaparecer. Un intento desesperado por conservar edificaciones que constituían parte de un pasado común. Así, la primera declaratoria en Valparaíso respondió a la defensa de la Batería Esmeralda, que fue declarada Monumento Histórico en 1938. A partir de ahí, se inició un camino de declaratorias de edificios y sus entornos, que en 2001 se consolidan de una gran zona típica de parte del centro histórico de la ciudad.

En 2003, la inscripción en la Lista de Patrimonio Mundial fue solo un paso más en el reconocimiento del Valor Universal Excepcional que la ciudad contiene. Pero el brillo de esa nominación develó muros, fachadas y piedras: una ciudad cuyo valor histórico descansaba en una decadencia económica que había congelado sus edificios en un pasado glorioso. Una nominación vociferada como promesa de auge económico, con nuevos trajes de turismo, patrimonio y cultura. Ese brillo creó el mito de las platas que llegaron o que se perdieron, un mito que instaló la idea de que el patrimonio pertenecía solo a quienes lo rescatarían, liberando al resto de toda responsabilidad y, al mismo tiempo, culpando a todos de la inacción. Fue tanto el resplandor, que pareciera que olvidamos que lo declarado estaba vivo, con su propia cultura, comunidades organizadas, sus tiempos y un estado de conservación ya, en esos años, en peligro.

Este fulgor nos llevó a vestir las edificaciones de colores, pero olvidamos a la ciudad: la que fue hecha por y para quienes la habitaron y habitan, reconocida como un testimonio excepcional aún en funcionamiento como ciudad-puerto, capaz de levantarse una y otra vez con fuerza colectiva. Lamentablemente, la velocidad del deterioro de una piedra o una madera no es la misma que la del deterioro de la calidad de vida. Edificios enteros levantados en planos y fichas han permanecido desocupados por años, esperando una renovación que no llega. Un gran vacío en el centro tras la explosión de 2007, personas fallecidas, y un edificio símbolo de promesas incumplidas: ha tenido más proyectos y gastos que el costo de haberlo simplemente reconstruido. Cada promesa dice ser la mejor; a muchos convence, a otros, la decepción ya los agotó.

Todos hemos sido partícipes, de una u otra forma. Por un lado, la velocidad de las políticas públicas que cambian con cada elección sin detenerse a revisar lo ya hecho, con cada actor queriendo reinventar la rueda. Por otro, el trabajo técnico que ha producido numerosas propuestas termina enfrascado en debates sobre si lo que se hace es o no un plan, o en cuál es la mejor diagramación. Y, con cada ascensor, seguimos discutiendo quién tiene la razón, quién hace el mejor informe, sin ver lo que está frente a nosotros: una máquina única, cuyo silencio es comprendido por el operario que la conoce mejor que nadie, y que aún espera que “todos” se sienten, por fin, a trabajar juntos.

Mientras tanto, apenas subsisten los locales del primer piso, las fachadas pintadas ocultan espacios superiores vacíos que se carcomen en el silencio de la indiferencia. Otros habitan en condiciones deplorables, en edificaciones que se sostienen con esperanza, pero que ya no resisten más y se desploman como castillos de naipes, llevándose consigo vidas, historias y barrios enteros. Y a pesar de todo, muchos siguen apostando con esfuerzo propio: quienes conservan su casa sin cambiar su uso, quienes recuperaron grandes inmuebles en pos de la cultura y la economía, quienes, como sueño familiar, sostienen los troles colgados de sus catenarias, manteniendo viva una parte esencial del sitio. Pero, aunque hay tantos, no basta.

La patrimonialización, que buscaba proteger, ha terminado por congelar acciones entre el mito de que nada se puede hacer y la búsqueda de la perfección. Queda nuevamente en evidencia la abismal diferencia de velocidad entre el deterioro y la recuperación. Mientras los informes periódicos enviados por el Estado a la UNESCO siguen hablando de propuestas y de lo bien que estará la ciudad, en la realidad la promesa ya se derrumbó. No podemos seguir esperando el edificio lujoso prometido: necesitamos estabilizar lo que tenemos para evitar que siga deteriorándose. Seguir poniendo en valor el patrimonio solo con edificios recuperados a costa de miles de millones y décadas de espera nos llevará pronto a no tener qué poner en valor.

Es hora de reconocer que nuestro patrimonio mundial está en peligro. Estar en una lista roja no desacredita los esfuerzos ya hechos: permite priorizar acciones desde el riesgo y no desde el gasto invertido. Ser realistas frente al deterioro —que avanza a un ritmo que los programas gubernamentales no alcanzan— es urgente. No se trata de “agilizar proyectos”; se trata de hacerlos bien, a tiempo, y asumir que estamos atrasados. Al menos estabilizar el deterioro estructural, social y económico. No se trata de ampliar el puerto, ni de recuperar uno o dos ascensores o una plaza: se trata de mirar el conjunto, de sostener por todos lados, realmente juntos, aunque seamos miles en la mesa. Porque si hay algo en lo que todos coincidimos, es que Valparaíso es único y excepcional. Para nosotros.

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