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Abel Gallardo

Ascensores porteños: menos postales, más realidad.

Por: Abel Gallardo

Los ascensores a fines del siglo XIX nacieron para satisfacer una necesidad básica, transportar a quienes necesitaban subir y bajar de los cerros que comenzaban a poblarse. Fueron iniciativas privadas que significaron un adelanto técnicamente extraordinario que daba cuenta del empuje empresarial porteño y de un espíritu de época con sentido social, como expresión empírica de que técnica y economía pueden estar al servicio de las personas. Lo paradójico es que 140 años más tarde los ascensores han dejado de cumplir esa finalidad convirtiéndose en una mera postal evocativa.

¿Cómo se ha llegado a este punto? Acorde con el espíritu rampante de una nueva era comenzó la agonía de los ascensores. Hace 40 o 30 años sus propietarios privados empezaron a desentenderse salvo, por supuesto, de aquellos que eran rentables porque habían alcanzado el status de turísticos; pero siempre a la espera de un buen comprador que no sería otro sino el Estado.

Hace casi 15 años, empujado por los usuarios que entreveíamos una esperanza, el Estado –con recursos nacionales- compró 10 ascensores privados. La prensa de la época festejaba un acontecimiento que calificaba de histórico y a los porteños nos pareció tan excesivo como inexplicable el plazo de 8 años que se dieron las autoridades para que funcionaran todos, a razón de dos nuevos cada año. Pero ni siquiera eso se cumplió porque hoy, después de tres lustros, solo se han conocido fracasados proyectos de reparación, aunque siempre, eso sí, con el anuncio entusiasta de un nuevo calendario, de otra promesa.

Y ya no es posible culpar a la empresa privada puesto que los ascensores son propiedad del Gobierno Regional de Valparaíso, que ha demostrado una incapacidad sonora para ponerlos en funcionamiento pese a que sus líderes han profitado del discurso de la descentralización y descuidado las necesidades locales que decían llegaban a solucionar. Su última decisión conocida fue renovar el comodato; es decir, el préstamo de uso que hace años hizo a la municipalidad porteña, quien lo acepta no se sabe para qué, puesto que malamente es capaz lidiar con los funiculares que le pertenecen.

Esta situación no da para más y requiere una cirugía de fondo. Durante el ejercicio de la primera generación organizada de Usuarios de Ascensores, hace más de 15 años, planteábamos que su sola compra no arreglaría el problema. Que era indispensable que las autoridades los sacasen del limbo jurídico en que se encontraban, que regulasen estrictamente su funcionamiento y que se crease una institucionalidad específica para administrar algo que es genuina y exclusivamente porteño. Proponíamos, en lo sustantivo, que debían estar a cargo de una empresa regional, pública, con participación privada si fuese necesario, que los incluya a todos y termine con la absurda distinción entre ascensores del Gore y del municipio.

Se nos dijo -y se dirá- que eso era imposible, que las normas legales lo impiden, que la Constitución aquí y que la Constitución allá. Pero la historia reciente ha demostrado que cuando hay voluntad política las cosas pueden hacerse.

También propusimos, como camino transitorio o alternativo, que podían ser administrados por una empresa pública ya existente, que tuviese como giro comercial el transporte de pasajeros, que fuese de nuestra región, que funcione correctamente y que tuviese experiencia e interés público en el negocio. ¿Hay alguna empresa así? Si, Merval. Porque a los usuarios no nos preocupa quien tenga la conducción del emprendimiento regional, lo que necesitamos con urgencia es que los ascensores satisfagan la función social de transporte para la que nacieron.

Porque además como tenemos un gravísimo y urgente problema en la ciudad los ascensores deberían formar parte de un sistema integrado de transporte con trolebuses, micros, colectivos y el metrotren.

Es triste y duro el presente local, pero en el puerto somos resilientes así que seguimos pidiendo menos postales y más realidad.

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